martes, 28 de septiembre de 2010

Algo Sobre Haroldo Conti, el autor de esta semana

Este artículo lo saqué de
 
es un aporte para el análisis del texto que teníamos para leer esta semana, saludos!!!!
 
 

Haroldo Conti o el oficio de cazar hombres e historias

por Barros, Raquel · Comentar 
La obra del escritor “desaparecido” Haroldo Conti (1925-1976), pese a resumirse en una serie breve de títulos –algunas novelas, una pieza teatral y tres libros de cuentos– nos depara el contacto con un narrador singular. Sus textos fundan un espacio, el de la llanura gringa, y crean una raza integrada por seres marcados por la marginación y el fracaso. Según él mismo sintetizó, su narrativa se instala en “las pequeñas cosas y las pequeñas vidas sin residuo de historia”.

No puede obviarse, al hablar de Conti, su lugar de nacimiento: Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires. Tampoco puede dejar de mencionarse el recorrido por múltiples estudios y actividades: seminarista, profesor en Letras, guionista y asistente de dirección, periodista… fueron algunas de sus ocupaciones. Además, también se desempeñó como empleado de banco, actor, piloto civil. Enamorado de la zona del Delta, en un barco construido por él se dedicó a navegarlo.

Esta vida cargada de peripecias es una constante entre los integrantes de su generación. Se vincula con una nueva imagen del escritor que hace de estas diferentes experiencias personales una garantía de su escritura: la literatura que practica es vital. De esta manera, se distancia del modelo tradicional de intelectual sedentario, más vinculado a la biblioteca que a la participación directa en los hechos. También en relación con otros escritores de la generación del 50, se inscribe en el realismo marcado por la literatura norteamericana. Como también es habitual en el momento, se legitima también a través de distintos premios: entre otros, en 1960 recibe el de la revista Life por su relato La causa; dos años después, gana el Fabril con su primera novela, Sudeste; en 1975, el Premio Casa de las Américas por Mascaró.

Su inicio en “el hábito de contar” es, según su relato, una herencia paterna. Su padre “era un viajante, un tendero ambulante que se encontraba con la gente y antes de venderle nada se ponía a charlar y contar cosas”. Más allá de este punto de partida, la escritura se convertirá en algo sustancial para él: “Escribo porque no tengo más remedio. Escribo o me muero. Uno se pregunta si no es una tarea inútil la nuestra, eso de escribir fatigosamente, de atornillarse a una silla sin saber si vamos a trascender ese acto individual y llegar a un público” 1.

“El pueblo, fiel a mi memoria”

Chacabuco es el referente de los “prolijos viajes de la memoria” que emprende el narrador reiteradamente buscando el reservorio de experiencias que atesora ese espacio mítico. Como Santa Fe para Saer, o Yala para Tizón, la “zona” es el lugar que impregna la escritura. Mucho más que buscar una mera reconstrucción regionalista, Conti trabaja la construcción de un sitio que se constituye en un espacio fundacional: “yo reconstruyo, acaso invento”, afirma. Espacio con sus propios límites, más allá del “límite entre los dos partidos (Chacabuco y Bragado) según dicen los carteles de chapa en una y otra punta, y uno imagina que hay en el aire una línea invisible y que el aire es sutilmente distinto a cada lado de esa línea” 2.
  
La dedicatoria de La balada del álamo carolina (1973) señala la pertenencia: “… a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo”, a ese lugar guardado “para siempre en la memoria”. Desde el recuerdo se van recuperando los datos que permiten construir el lugar, tan distinto para el escritor a pesar de ser tan igual a tantos otros: “el almacén de don Luis Stéfano en una esquina de acacias hasta el año 33, la plaza San Martín… frente a la iglesia de San Isidro Labrador, la estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, el blanco palacio de la Municipalidad, tan gobernante”. Y, también permanente, la figura del molino que corta la monotonía llana de la pampa.

Más allá de la distancia en el espacio y en el tiempo, el recuerdo se constituye en otro presente que mitiga la dureza del actual: “Bien, ahora mismo, desde este invierno que empapa el pavimento y las paredes y las ropas y el alma, si tenemos… esa finita tristeza que se enrosca por dentro… en días así, digo, cierro los ojos y veo ese camino polvoriento del verano que se extiende hasta el horizonte como un río seco bajo el sol”. Sensación de persistencia y cercanía que permiten reconocer: “Yo estoy llegando siempre”, o afirmar: “Esta es mi casa… dondequiera que viva”. Este refugio le da la fuerza para “ir tirando: Yo sé que en este mismo momento (…) mi casa está ahí, en medio de los árboles. Y así vivo”.

El pueblo aparece siempre bañado en claridad; así lo recupera el narrador de Mi madre andaba en la luz cuando retorna después de muchos años de ausencia: “Las primeras casas aparecieron en un tajo de luz con las paredes de ladrillos que se borraban contra la claridad del ocaso. El galpón de la estación echaba gruesos resplandores como si ardiera por todos lados”. Porque la luz parece ser, también, un componente del lugar: “El patio tiene esa espesa luz amarilla del otoño que parece ser la estación de mi pueblo… mis manos y mi cuerpo se encienden con esa luz amarilla que entibia brevemente mis dedos”. Y esto permite que sea “mancha, llamarada” que haga brillar lo presente, o se convierta en una luz tenue, “un leve polvo… veladura general que cubre las cosas del pueblo y al propio pueblo…” que difumina los bordes de lo real y lo transforma en “fondo esfumado” de hechos y personajes de otros tiempos.

“Insistente permanencia de las cosas”

Los objetos cobran un valor central en los relatos de Conti; destacados reiteradamente, se constituyen en presencia que posibilita un anclaje material en la zona. “Hoy, por ejemplo, mientras cruzaba hasta el bar Falucho aguantando el viento que barría la Avenida Santa Fe, me acordé de buenas a primera de aquella sierra de ingletes o de falsa escuadra que había en una punta de la mesa. El día crece lentamente alrededor de ese objeto, lo rodea como la pulpa de un fruto y el día en todo caso vale nada más que por eso”.

El registro minucioso que se hace de ellos parece garantizar, a través de la escritura, la permanencia del espacio: “La gran mesa de bordes gastados y roídos, la lámpara Miller con la pantalla de opalina que parecía flotar en la penumbra como un globo, los rollos de planos, la caja de compases, el banco de carpintero, la prensa, el barómetro de cubeta”… objetos que, sin duda, resisten y sobreviven a sus dueños. “Así son las cosas. Se vuelven más memoriosas que uno, se vuelven uno. Mi padre era su cuerpo flaco y viejo y unas pocas cosas. Quedan las cosas. La escopeta de un caño, calibre 16, que pende de un clavo en la pared junto a la puerta, al lado del cuero del gato montés que abatió en el monte. La romana con la escala de bronce. Hay otras cosas que están ahí desde mi infancia, que se confunden con mi historia”. Elementos permanentes, son un reaseguro contra el olvido, la soledad y la distancia.

“Otra gente”

Anclados en Chacabuco y sus alrededores, navegando el río, en cualquier sitio que habiten, los personajes de Conti siempre se ubican en los márgenes, ya sea de la vida, de la ciudad o de la sociedad que no los incluye. Aunque abriguen algún proyecto, les será imposible llevarlo a cabo. El emblemático tío Agustín, personaje inolvidable de Las doce a Bragado, se entrena y participa anualmente en la carrera que une su pueblo con esta ciudad, pero sólo una vez logra llegar. “El bravo tío Agustín… ese ansioso caballo de verano”, siempre se aleja del camino y “sigue la carrera a campo traviesa, llama y llama, fuego y fuego”. Para que no se aparte, un vecino lo acompaña y le impide que se desvíe; así logra que llegue con dos leguas de ventaja, pero no lo pueden atajar porque sigue “hacia 25 de Mayo, muy campeón, el grandes piernas de acero de mi tío”.

Un proyecto más elevado es el que amasa Basilio Argimón, el protagonista de Ad Astra: quiere convertirse en un homo volans. Lo vemos a través de los ojos de un viejo que está pensando vagamente en lo que hará en el verano, y siente un vago presentimiento que se confirma poco después: “el pájaro o lo que fuera se ladeó un poco, giró sobre sí mismo y cayó a plomo sobre la huerta levantando una nubecita de polvo”. A pesar de este primer intento fallido, Basilio seguirá trabajando en su plan, pausado, eligiendo y trabajando cada material, mientras en el pueblo se forman bandos de partidarios y críticos. A escondidas, en presencia solamente de dos muchachos que lo admiran, intentará una segunda vez; en esta ocasión logra elevarse en el viento; unos pocos vecinos confirman haberlo visto. Sin embargo, y antes de la demostración definitiva –que por supuesto culminará con la caída– Basilio reflexiona: “En el fondo, había soñado más de una vez con ese momento. El ascenso final, la multitud, el vuelo. Pero ahora, a punto de conseguirlo, en cierto modo ya conseguido ¿qué había logrado con eso? Nada más que la absoluta certeza de su total soledad”.

Teñidos de una honda melancolía están el tío Hipólito –protagonista de Los novios– y el señor Pelice, el atildado cohetero de Perfumada noche, sumidos en una densa trama de rituales que no les permiten desprenderse para intentar una vida distinta. El tío Hipólito va por las tardes a ver a la señorita Adela; sus conversaciones –de alguna manera hay que llamarlas– son breves comentarios sobre el clima. Pero va dejando pasar el tiempo en sus visitas cronometradas, y aunque la lleva a ver una casa, la señorita Adela muere antes de habitarla. El señor Pelice, por su parte, tiene un momento único cuando ve “allí en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música. Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida…”. Después de esto, ayudado por un manual, le escribe una serie de cartas –una por semana– que nunca despacha. En cambio, decide “rellenar con ellas las bombas de estruendo que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo”.

En su versión más extrema, El último llega al más absoluto desprendimiento: se convierte en “un vago”, que es, ante todo, alguien que “no se propone nada”. Después de haber vivido con una esposa digna de la galería de Arlt y de sucesivos descensos, se instala a la vera de un camino, esperando alguien que lo levante, para partir hacia cualquier parte: “No sé a dónde me llevará ese camión, ni qué será de mí el día de mañana. La verdad que el día de mañana no existe para mí, y creo que por eso me siento vivo”.

A pesar de esta moral de fracaso que alienta en todos sus personajes, Conti los trata con infinita ternura y compasión. Son los protagonistas de relatos en los que no se buscan grandes argumentos, sino que se conforman con un paciente trazado de las tramas y la creación de delicados climas. En estas historias minúsculas reside la mayor grandeza de un narrador que resumió así su poética: “Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría decirles más: creo que toda mi obra es una lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión, diríamos, metafísica, y determina todo lo que he escrito”.

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