domingo, 28 de marzo de 2010

Los escritores de este taller

Laura Alonzo
Jesús Andrés
Raúl Bruno
Silvia Brusino
Ányela Cuéllar
Ataliva Gallo
Elena Huenchul
Vildo Pioppi
Martha Romero
Ana Sarriegui
Ytatí Valle

Textos de Martha Romero

Notas sobre verbos que no uso


I

No encuentro en mi escritura

el verbo bailar,

siendo la danza uno de los pilares

en la vida del hombre

nunca he soslayado el momento armónico,

sola, en pareja o grupos del q ue yo

participo y gozo y disfruto y creo y recreo

pasos y figuras. Hay un hormigueo

en todo mi cuerpo al evocar en mi mente

y con la imaginación la música que

me transporta. ¿Por qué he encarcelado

en la profunda celda de los recuerdo mudos

al baile? Lo bailado. La transpiración y el resuello

entrecortados en el éxtasis de los giros

con tu mano en mi cintura. Bailé. Bailo. Bailaré.

¿Por qué esquivo al verbo bailar?


II

No me gustan las fotos.

Me escalofrían los ojos que me miran

desde esos trozos de cartón,

parece que lo hicieran desde un mundo ajeno.

Desde el pasado mis ojos niños escarban mi presente.

Los ojos de mis compañeros y amigos

me atraviesan con rencor

porque soy la ecuyere-amazona-jinete

que nadie supera

y sigo cabalgando los años

mientras ellos se agrupan sobre el césped

de los que ya no son.

La caja, enorme, ataúd común de los ayeres

reboza de ojos que no puedo eludir.

No me gustan las fotos. Ni fotografiar.


III

Mi jardín está en flor.

Al amor del amanecer, contemplo

los verdes, los rosas, los lilas, amarillos,

blancos y rosados.

Las hormigas se alimentan

de los pétalos, dulces, jugosos, perfumados.

¿Qué voy a hacer si el hambre las acucia?

¿Debo comer hormiguicidio?

¿Privar a ciento de larvas y su reina

de su parte de alimento?.

Allí viene el tierno y resistente ejército,

creo que no les gusta “ejército”

allí vienen los obreros esforzados, diré,

llegan talan, cargan, parten.

¡Claro que escucho su clamor como un aplauso

íntimo y minúsculo!

Ante mis ojos transforman

la primavera en invierno.

Allá va el colorido contingente con su carga

sólo quedan los esqueletos de rosales, de glicinas y de vides,

¿he de quitarles yo el sustento?

Si me descubren el misterio

de este viaje descarnado y torvo

que es vivir.

Y al final de los tiempos, en el Gran Juicio,

tal vez el Justo Juez

por este acto me habrá absuelto.

IV

Mi cintura de Luna llena

no es cintura, ¿cómo llamar

a esta desfigura que se contrae

y se dilata en espasmos

innombrables?

Mi cintura, mi vientre, mis nalgas,

Volcán a punto de erupción.

Pronto, la chimenea, expulsará lava y fuego.

Palpito y bramo como la Tierra que se abre

para que se derramen sus ardientes entrañas,

por ese útero, ancestral e inequívoco.

¿cómo puedo explicar que partir y parir es lo mismo?

Es el verbo que conjuga Gaia en mí.

Las dos arrojamos desde el fondo con sangre y con dolor,

con fuego, con cenizas, con tracción y las dos somos

las mismas pero distintas y volvemos

a estar lozanas y dispuestas

cintura de cuarto menguante

montaña o mar.

¿Cómo gritar que mi dolor es sagrado

más que mil Tierras?

Mi fruto un día llamará a todo con fuerte voz,

más rocas, más que vientos, más nieve, más

la última palabra: Amor.

V

Lo miro. Impávida. Tantas veces oí

la amenaza mortal que de pronto perdió significación

y sólo quedó la muletilla.

Me voy a matar. Cuatro palabras vacías.

Metáforas de vida desgranada de matojos híbridos

Plumones lánguidos sembrados en las cornisas,

desde las que vaticinaba su fin

solo ara apalear mi corazón, mi mente , mi carne.

Caminaba sobre los despojos ensangrentados

de mi piel, después de noches de juramentos

que en boca de un perjuro sólo eran cuatro palabras hueras.

Puentes, cuchillos, venenos, sogas, rieles

desfilaban ante mí.

Silenciosa y quieta, las manos sosteniendo la barbilla

bien sentada sobre la vida.

Prietos los labios, grandes los ojos, fríos

miro la escena tantas veces repetida.

¡Me voy a matar! Hazlo. ¡Qué me mato, digo!

Ya he oído. No falles ahora. Aprieta ese gatillo.

Yo estaré aquí. Cerraré tus ojos. Esperaré sin apuro.

Y allí estuve. Estoica hasta que el disparo se fue extinguiendo

en la tarde azotada por sus afanes efímeros.

Así, enredada en efes esdrújulas, cerré la puerta

a la dimensión del sinsabor y salí a lavar mis heridas.





Calfín


Duerme. Parece un niño en el útero de la madre. De cuando en cuando da manotazos al aire y gime como si un dolor agudo se apoderase de sus miembros viejos y maltrechos. Vuelve a abrazarse, encoge sus piernas hasta tocar el mentón con las rodillas. Ha tomado la forma oval de la matriz de cualquier feto.

¿Duerme o alucina? Llora envuelto en sí mismo sobre el césped de la Plaza. Abre los ojos desmesurados y ausentes y espía por entre sus dedos los recuerdos de su vida y sus demonios.

Nombra con su voz de aguardiente y de hambrunas a sus perros, que velan su soledad de recuerdos extraviados. Y allí están fieles, vigilantes, lenguas que acarician con húmeda ternura las manos, la cara, los pies del amo de sus libertades. Gruñen, agazapados, vientre al piso, dientes desnudos, orejas alertas por si llega una orden de ataque, erizada la pelambre esperando

Un sollozo visceral lo estremece y un cachorro, solícito como una madre, le acerca el hocico a su oído y parece susurrarle palabras de amor y de consuelo.

La brisa juguetea con la magnolia florecida; el aroma dulce y embriagador se descuelga con los pétalos que cubren el banco, el hombre, los perros, el césped, con un manto níveo e inesperado.

Abre los ojos turbios aún de su vino triste. Gimotea un poco, gatea sobre el pasto y apoyándose en los perros se levanta. Huele a alcohol y a sudores rancios, me mira, estoy frente a él, sentada en un banco de nuestra plaza, suya, mía.

Reconoce en mí a los prójimos que lo ultrajaron, lo desposeyeron de su tierra y su dignidad y le vuelven el rencor y la malicia almacenada en la memoria. A borbotones me insulta. Procaz, soez, obsceno y acompaña la palabra con los gestos.

--¡Calfín! ¡Calfín!-- Le digo con ternura. Achina los ojos, me escudriña, se rasca la cabeza, alisa sus cabellos y sacude su ropa.

--Madrecita, madrecita…-- susurra ladino y zalamero.

--Dame un peso para el tetra—

Con un gesto digo “no”. Se enfurruña, lanza su última ofensa:¡ Tordilla! (por mis canas) y me da la espalda escoltado por su séquito canino.

Lo sigo con la mirada. Frente a la Catedral inicia otro monólogo de obscenidades ante dos adolescentes en el preciso momento en que, dos bicipolicías congelan su ebriedad y extiende sus brazos con las muñecas juntas, en el inequívoco gesto…--¡Ayy, Calfín!—me digo—Otra vez dormirás en una celda.




Textos de Ataliva Gallo

TOMO LA PALABRA



Soy un pequeño libro, de los que las editoriales llaman “ediciones de bolsillo”, en una forma que yo considero casi despectiva. Mido 14x10 cm. y tengo solamente noventa páginas. Me publicó Alianza Editorial en 1993, en España, mi nombre es “ARTIFICIOS” y el autor es Jorge Luis Borges. Aunque nací, como digo, en España, mi contenido es argentino, por lo que en algunos momentos padezco algunos conflictos de identidad. Me tranquiliza un poco el hecho de ser conciente de que nosotros, los libros, tenemos alguna universalidad manifiesta, solo limitada, tal vez, por la cuestión del idioma. Mi llegada a este lugar es una historia que no tiene ningún interés.


Debo decir que el que se dice “mi dueño”, apenas me compró, colocó su nombre en mi primera página, no se si como expresión de posesión o para evitar que me roben. Es oportuno aclarar que los libros no nos vendemos: nos venden los libreros y lucran con ello.


Convivo con otros textos del mismo autor y con un variopinto grupo de otros libros, en una biblioteca sólida pero un tanto rústica, construida por el autodenominado “mi dueño”.


He sido leído reiteradamente; y no solo eso: sufrí variados subrayados impiadosos, comentarios marginales y, aún, anotaciones de significados de vocablos: exornar: adornar, hermosear (lo que muestra la pobreza de léxico del lector).


Pero, ayer tuve una experiencia agradable.


Mi “dueño” releyó el cuento “Tema del traidor y del héroe” y me colocó en su mesa de luz junto a un libro que me resultó entrañable: “El candor del padre Brown” de G. K. Chesterton. Allí me encontré con el relato “La muestra de la espada rota”. Percibí rápidamente la relación entre las historias contadas por ambos autores.


No puedo ocultar que la edición del libro de Chesterton era aún más modesta que la mía, pero debo confesar que algunos de sus relatos me resultaron inolvidables (no se equivocaba Borges).

Pienso que los libros, aún los más modestos, tenemos derecho a la palabra.




ESTA CIUDAD



Cuando me fui acercando a los modernos edificios y percibí que las costrucciones no tocaban el suelo, comencé a perturbarme. La primera impresión se confirmó rápidamente: ahí estaban aquellas obras arquitectónicas con sus fundaciones al aire y suspendidas a un metro de la tierra.

Así todo, fuentes, monumentos, semáforos y aún los árboles.

La gente y los vehículos que circulaban por la ciudad parecían completamente ajenos al fenómeno; pero también se desplazaban a un metro del terreno.


Me pareció que yo era el único que captaba esta especie de alucinación. En un momento miré mis pies: yo, como todos, estaba separado del suelo.


Comencé a repasar la historia de este lugar y todo confluía en el 6 de agosto de 1943.

Esta fecha cambió la historia del mundo fatalmente. Un hecho tan despiadado e inhumano marcó para siempre la historia de los hombres. Se clausuraba una época de infinitas atrocidades con la atrocidad mayor: aquí murieron 140.000 inocentes en solo segundos. Nunca más se repitió una crueldad semejante.


Por eso ni hombres ni cosas nos atrevemos a tocar esta tierra arrasada.